Quienes me leéis habitualmente sabéis que no escondo que, pese a ser católico, el budismo ha enriquecido mi vivencia espiritual y religiosa.  Pero el budismo bien entendido, no el fast food budista que encontramos demasiado a menudo en los medios de comunicación y en las estanterías de autoayuda de las librerías.  Gracias a Dios me he topado con grandes maestros que me han ayudado a discernir con cabeza y corazón.

Una de las cuestiones que creo que es importante tratar para quien transite por estos senderos es la de la relación de la persona con el deseo.  Una pésima interpretación del budismo afirma que es preciso abolir el deseo para alcanzar el nirvana, mientras que -por ejemplo- la espiritualidad ignaciana defiende que el deseo es uno de los lenguajes que utiliza Dios (o el Absoluto, o llámale como te apetezca) para comunicarse con nosotros y darnos a conocer el camino que nos conducirá a la felicidad.

¿Una contradicción entre dos tradiciones espirituales antiguas que han conducido a miles de personas a la liberación?  Podría ser, porque aunque la cumbre a la que tendemos es la misma, cada uno asciende hasta ella por una senda distinta de la montaña, con su propia vegetación y paisaje.  Pero no lo creo, en este caso no.  Más bien considero que se trata de una mala traducción.

¿Realmente el budismo recomienda la abolición del deseo, o más bien del apego?  ¿Qué sería una vida sin deseo, sin un motor interno que nos mueva en una u otra dirección? Sin deseo, perdemos intensidad, fuego, motivación y profundidad.  Otra cosa distinta es que ese motor no deba convertirse en un absoluto y que estemos dispuestos a tender hacia otro lugar si esa meta se tuerce y desaparece de nuestro horizonte.

Para San Ignacio y sus seguidores, el deseo es un indicador de la vocación, de la llamada del Espíritu.  Lo importante es no confundir el deseo con el capricho.  El deseo nos empuja hacia arriba, a ser más, a entregarnos más, a descentrarnos más.  El capricho, por el contrario, nos aleja de los demás y nos empuja a ese egoísmo que, como veíamos ayer, no da fruto alguno.

Pero hay que discernir, escuchar, reflexionar, abrirse y estar dispuesto a apostar, a entregarse, a poner el gozne de nuestra alma y de nuestra vida en los demás.  Al hacerlo, todo cambiará y experimentamos que no es el deseo lo que nos ata sino el apego, que es una forma de egoísmo y egocentrismo que nos arrastra hacia las cloacas de nuestra alma y de nuestra existencia.

Hay que cultivar el deseo, y escucharlo…  Pero en libertad.  Porque no es nuestro dueño sino una indicación que nos muestra el camino, el sueño de Dios para nosotros.  Un camino que debemos escoger si queremos seguir o no…  Con libertad y responsabilidad…  Y sin olvidar que tenemos un aliado…  El que nos susurra a través del deseo, y nos ofrece los medios para construir nuestros sueños…  ¡Soñad y os quedaréis cortos!

La sintonía con los planes de Dios para nosotros es el secreto de nuestra felicidad.  Porque si creemos que es inmensamente sabio y nos ama con locura, ¿cómo no va a desear lo mejor para nosotros?  Desear lo que Dios desea, y no confundirlo con nuestro capricho, ése es el sendero que conduce a la dicha, a la paz y a un mañana mejor.

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