Lo que voy a decir es una obviedad, pero no por ser obvio es para nosotros evidente…  Ni lo tomamos demasiado en cuenta.

Demasiadas veces, los únicos argumentos que valoramos para tomar una decisión son de carácter económico.  Basamos en los números el escoger una carrera u otra, el casarnos o no, el tener hijos, el trabajar en esto o en aquello, el contratar a una u otra persona, el despedir a uno u otro trabajador, el permanecer unidos o independizarnos…  Y nos parece suficiente.

Sin lugar a dudas, el factor económico es un argumento.  Algo importante que debemos tomar siempre en consideración.  Pero no puede ser, ni mucho menos, el único criterio. 

Porque la economía debe ser un medio, no un fin.  Debe ser un instrumento para lograr objetivos que ella no puede ayudar a fijar.  De lo contrario, entramos en una dinámica de pez que se muerde la cola, en una espiral de constante crecimiento y codicia sin fin que nos exige seguir pedaleando sin parar, por mucho que nos canse y que no sepamos a dónde vamos porque, de lo contrario, sentimos que nos caeremos al suelo.

La economía no puede ser el centro de nuestro ser, no puede convertirse en nuestro corazón.  Éste debe alojar cosas mucho más valiosas y duraderas.  Y habrá que buscar el modo de lograr el dinero necesario para alcanzarlas, para hacerlas posibles…  O de organizarnos para obtenerlas con el menor coste posible.

Porque, volviendo a los ejemplos que ponía al principio, es posible escoger una carrera en función de la vocación que uno tiene, y no de las expectativas retributivas de los estudios; es posible casarse sin celebrar una boda multitudinaria que no podemos pagar; tal vez sería posible tener un hijo si renunciáramos a parte de todos esos caprichos y lujos que hemos convertido en necesidades; hay quienes deciden cambiar de trabajo, no por un mayor salario sino porque quieren aportar su grano de arena para lograr un mundo mejor; hay quienes contratan a las personas atendiendo a sus aptitudes y capacidades, y no sólo a que se contenten con un salario de miseria; hay responsables de RRHH que me consta que -antes de deshacerse de alguien- no sólo miran qué ahorro logrará la empresa con uno u otro trabajador sino que también toman en consideración las cargas personales o familiares de cada uno de los candidatos a los que valora despedir; y, por último, estos días estamos comprobando cómo hay personas que defienden la independencia aun a sabiendas de que -al menos a corto plazo- parece que les va a suponer muy serios problemas de carácter económico.

La economía es un mal señor, pero puede ser una buena servidora. No es capaz de dar sentido a nuestras vidas, pero puede ayudar a que nos acerquemos a nuestros objetivos.  Por eso no podemos idolatrarla, pero tampoco arrojarla al averno.  Hay que darle su justo lugar y asegurarse de que dé sus frutos.

Ni más, ni menos.  Los necesarios. Ése es el sentido de una economía de sentido.  Una economía que no da sentido a la vida, pero que ayuda a vivir con sentido.

¿Seremos capaces de ponerla en su sitio?

Share This