papa-francisco anuncio buena nueva

La Misión de la Iglesia no consiste en conquistar, sino en compartir; no consiste en imponer, sino en enamorar; no consiste en poner yugos sino en liberar de cadenas…  Aunque no siempre lo hayamos comprendido correctamente.

Porque todos tienen derecho a recibir y disfrutar de la alegría del evangelio, los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable.  La Iglesia no crece por proselitismo sino «por atracción» (p.15)

Del mismo modo que Dios se vuelca en nosotros y sale a nuestro encuentro a través de la Revelación, cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio (p.20). Porque, en cuanto tomamos real conciencia del poder transformador de la Palabra y el Espíritu, nos damos cuenta de la importancia que tiene compartirlos, hacerlos llegar a quienes sufren…  Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo.  La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie (p.21), ni tan siquiera a los excluídos de nuestra sociedad.  También a ellos debemos brindar la misericordia fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva (p.22).  Ése es el auténtico acompañamiento espiritual, el que no te abandona sino que te ayuda a transitar -de la mano de Dios- por las miserias de tu vida, camino de una existencia mejor.

Es más, debemos tener muy presente la fuerza transformadora del Evangelio: la Palabra tiene en sí una potencialidad que no podemos predecir.  El Evangelio habla de una semilla que, una vez sembrada, crece por sí misma también cuando el agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29)  La Iglesia debe aceptar esa libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su manera, y de formas muy diversas que suelen superar nuestras previsiones y romper nuestros esquemas (p.21), llenándonos de la sorpresa -y, a veces, perplejidad- de la que tratábamos ayer.

Y, nos advierte el Santo Padre, no permitamos que lo perfecto se convierta en enemigo de lo bueno, encontremos la manera de que la Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o inacabados. (…) [Dejemos] que la Palabra sea acogida y manifieste su potencia liberadora y renovadora (p.23), dejémosla actuar…  Y no nos asustemos ante su poder.

No nos obsesionemos con la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que tratamos de imponer a fuerza de insistencia, centrémonos mejor en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario.  La propuesta se simplifica, sin perder por ello  profundidad y verdad, y así se vuelve más contundente y radiante (p.31).  No puede ser que hablemos más de la ley que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios. (…)  No hay que mutilar la integralidad del mensaje del Evangelio porque cada verdad se comprende mejor si se la pone en relación con la armoniosa totalidad del mensaje cristiano (p.33)  En su constante discernimiento, la Iglesia puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia, que hoy ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no suele ser percibido adecuadamente.  Pueden ser bellas, pero ahora no prestan el mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio.  No tengamos miedo de revisarlas.  Del mismo modo, hay normas o preceptos eclesiales que pueden haber sido muy eficaces en otras épocas pero que ya no tienen la misma fuerza educativa como cauces de vida.  Santo Tomás de Aquino destacaba que los preceptos dados por Cristo y los Apóstoles al pueblo de Dios «son poquísimos».  Citando a San Agustín, advertía que los preceptos añadidos por la Iglesia posteriormente deben exigirse con moderación «para no hacer pesada la vida a los fieles» y convertir nuestra religión en una esclavitud, cuando «la misericordia de Dios quiso que fuera libre».  Esta advertencia, hecha varios siglos atrás, tiene una tremenda actualidad.  Debería ser uno de los criterios a considerar a la hora de pensar una reforma de la Iglesia y de su predicación que permita realmente llegar a todos (p.37-38)

Así que debemos preguntarnos: ¿qué es lo que realmente se anuncia? ¿Por qué podemos hablar de Evangelii Gaudium?  El Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante que nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos. ¡Esa invitación en ninguna circunstancia se debe ensombrecer!  Todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de amor.  Si esa invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está nuestro peor peligro.  Porque no será propiamente el Evangelio lo que se anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones ideológicas (p.34)

Seamos, pues, cuidadosos y no prostituyamos el mensaje…  No vaya a ser que terminemos anunciando en nombre de Dios algo que no es la Buena Nueva, sino nuestra humana -o inhumana- opinión.

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