Decía E.F.Schumacher -a quien dediqué mi tesis doctoral– que existen dos tipos de problemas: los convergentes y los divergentes.

Los problemas convergentes son aquellos en los que, a medida que avanzamos en su estudio, vamos eliminando posibles respuestas hasta quedarnos sólo con una, la correcta.  Los problemas convergentes, se resuelven con capacidad, tiempo, esfuerzo y -en ocasiones- ayuda.

Los problemas divergentes, por el contrario, son aquellos que -a medida que avanzamos en su estudio- ofrecen más y más alternativas de respuesta, más opciones y variables…  Son monstruos de mil cabezas que no se pueden cortar, ni resolver.  Los problemas divergentes no se solucionan, se atraviesan y disuelven.

 

Ver el libro sobre E.F.Schumacher

 

La pregunta que hoy nos planteamos es una cuestión divergente: los problemas que sufrimos, en ocasiones nos acercan a Dios y en ocasiones nos alejan de Él.

Y no depende sólo de la persona que atraviesa el problema.  No se trata de que a ti te alejen de Dios y a mí me acerquen.

No, porque ante los problemas, yo mismo en ocasiones me siento más cerca de Dios y -en otras- más lejos de Él-Ella-Ello…  Cuando no en sus antípodas.

¿Por qué sucede esto?

No tengo una respuesta definitiva, pero sí algunas experiencias que -tal vez- puedan ayudarnos a reflexionar juntos…  Y a aproximarnos a los problemas de un modo nuevo.

Si ante un problema yo me sitúo como referencia y considero que es injusto que esa desgracia me suceda a mí, está claro que me voy a cabrear con alguien.

Si el problema me lo causa alguien en concreto, esa persona será el objeto de mi ira.  Pero si se trata de un problema, por ejemplo, de salud o de la pérdida de un ser querido…  Ahí puede que no tengamos culpable.  Y, a falta de otro, Dios es un buen candidato.  Así que me alejaré.

Si nos tomamos los problemas como oportunidades de aprendizaje y no como injustos golpes de la Vida, puede que incluso los vivamos -paradoja de paradojas- desde la confianza y el agradecimiento.  Y éstos siempre nos acercan a Dios, le pongamos en nombre que le pongamos.

Si vivimos los problemas desde nuestra vulnerabilidad y desde nuestra impotencia para controlarlos y resolverlos, tenemos la opción de recabar ayuda o fortaleza de Alguien que puede que esté más allá -y más acá- de nosotros…  O enredarnos en nuestra incapacidad e impotencia, victimizarnos, y hundirnos en la experiencia de sufrimiento, dolor o pérdida hasta convertir nuestra vida en un infierno, en el que no hay esperanza y del que no se ve la salida.

Como ves, no creo que sean los problemas los que nos acercan o nos alejan de Dios.  Es nuestro modo de afrontarlos.

Los problemas no son castigos ni putadas de Dios.  Los problemas son camino.

Podemos decidir recorrerlo solos o acompañados.

Mejor dicho, prestando atención y aceptando la ayuda de nuestro Compañero, o transitando la dolorosa senda sin hacer caso a quien siempre nos acompaña y nos tiende la mano…  Mientras respeta nuestra libertad para tomarla o no tomarla.

Si el camino se vuelve difícil, piensa qué prefieres hacer: que te aparte de Dios o que te acerque a Él es una decisión tuya…

Y es una decisión importante…  Diría que capital.

Te deseo un buen día, repleto de decisiones acertadas.

 

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