boddhisattva

Cuando uno recorre una vía espiritual, hay preguntas que no puede dejar de hacerse.  La primera de ellas es: ¿por qué me he puesto en camino?

Habrá tantos motivos como personas: porque siento atracción por la espiritualidad, porque tengo miedo a la muerte, porque tengo un anhelo de mayor comprensión, porque necesito paz interior, porque quiero eliminar mi sufrimiento, porque creo que hay más que lo que veo habitualmente, porque me conmueve el ejemplo de personas altamente espirituales, porque quiero perfeccionarme como ser humano, porque es lo que me han enseñado en casa, porque intuyo que soy más que mi ego y creo que le espiritualidad me pondrá en contacto con mi esencia, porque considero que el desarrollo espiritual afectará positivamente a la salud de mi cuerpo, porque a través de la espiritualidad seré capaz de descubrir el rostro de Dios en cuanto me rodea, porque siento una llamada a la que no soy capaz de resistirme… etc.

Podríamos seguir desgranando motivos hasta aburrirnos, pero todos ellos pueden terminar agrupándose en dos modalidades de causas: las que satisfacen a nuestro propio ego, y las que van más allá de él.  

Las primeras son propias del materialismo espiritual que nos anima a acumular conocimientos, prácticas y perfecciones, para beneficio propio, para engalanamiento de nuestro ego, para tener una nueva medalla que colgarnos en el pecho.

Las segundas tienen un origen mucho más elevado porque no ponen el centro en uno mismo sino en el otro.  

En algunas interpretaciones, ese centro se pone en Dios…  Y la espiritualidad personal es la entrega de la propia vida a su Creador, un regalo o justo sometimiento de lo que somos y tenemos a quien todo nos lo ha entregado.  Aunque es un buen punto de partida, esa visión adolece -en mi opinión- de una carencia esencial: Dios puede merecer nuestra gratitud, pero no la necesita ni exige. La espiritualidad no beneficia a Dios sino al ser humano y a sus semejantes, Dios no nos ha creado -como se pensaba en otras épocas- para que le adoremos y demos gloria (visión muy egoísta de la creación) sino por amor a nosotros, para que podamos gozar y disfrutar de su descubrimiento y conocimiento.  Dios no nos castiga porque no le busquemos, sino que se duele del daño que nos hacemos -a nosotros mismos y a los demás- al castrar nuestra potencialidad de infinito.

Es por este motivo que me siento más cómodo con una visión de la espiritualidad basada en lo que el budismo denomina boddhichitta, el anhelo de desarrollo personal, de perfeccionamiento, de iluminación, no por motivos egoístas sino para ponerlo a disposición de todos los seres (especialmente de los que más sufren), convirtiendo la propia vida en instrumento de la gracia, transformándose a uno mismo en los ojos y los brazos de Dios en este mundo.

Una espiritualidad que nace del Amor y conduce al Amor, una espiritualidad que escapa a toda forma de egoísmo y autocentramiento.  Una espiritualidad que nos asemeja a la esencia de Dios, al basarse en un volcarse en los demás, poniendo el centro en el otro, en sus necesidades, en sus preocupaciones, en sus miserias…  Una espiritualidad que nos llama a mejorarnos porque queremos poner lo mejor de nosotros mismos al servicio de los que sufren…

Es maravilloso, y no es tan raro…  ¿O acaso cuando estamos enamorados no queremos dar a luz nuestro mejor rostro para ofrecérselo a la persona amada?  Se trata de eso mismo: quiero ser mi mejor yo por ti, porque quiero ser lo mejor para tu vida.

El amor, hermosa y poderosa motivación espiritual…  No es raro, porque -no lo olvidemos- Dios es Amor.

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