Hace unos días tuve ocasión de hacer un café con un conocido al que hacía tiempo que no veía.  Me gusta el café, no sólo por su olor y sabor sino porque, en un entorno adecuado -como sucede con una comida o una copa- hace que se expanda el alma de quienes comparten mesa y facilita la conversación de corazón a corazón.

Tuve un reencuentro, decía, con un conocido al que no le ha ido nada mal: un buen trabajo, una buena situación económica, una mujer maravillosa a la que adora y que le hace sentir querido, y un par de críos que -aunque, como todos, suponen el fin de la tranquilidad de cualquier padre que se precie- afirma que son dos soles, lo mejor que le podía pasar.  Y sin embargo -me decía- no se sentía a gusto con su vida, ni consigo mismo…  Percibía un vacío interior, un sentirse perdido, un estar malgastando su existencia, que le estaba matando.  Estaba preocupado porque «lo tenía todo» pero le parecía que «no tenía nada», se sentía en crisis.

Su explicación me hizo recordar algo que me advirtieron cuando hice el mes de ejercicios en el castillo de Javier: no es raro que, durante esa experiencia, entres en crisis y que lo que te parecía una vida de éxitos te aparezca -bajo una nueva luz- como una pérdida de tiempo o una sucesión de errores que te han alejado de quien realmente eres y de donde realmente deberías estar.  Y, añadían, esa insatisfacción no puede ser entendida ni vivida como algo negativo, como una neurosis, sino que debe comprenderse como lo que es: una señal de que nuestra conciencia está evolucionando y nos estamos volviendo más humanos, de que necesitamos un nuevo y más elevado sentido para nuestro vivir.  Así que bienvenida sea la crisis que anuncia un mañana mejor, aunque duela.

El café se alargó más de lo previsto tratando sobre éste y otros temas, pero me dejó el regusto del recuerdo y la esperanza en que el malestar de mi amigo sea el anticipo de una mejor versión de sí mismo que enriquecerá -todavía más- a quienes le rodean.

No le perderé de vista, por si acaso  😉

Share This