Los faros, silenciosos y solitarios en medio de la oscuridad, siempre me han despertado ternura.

Ahí están, en silencio, en la costa, arrojando su luz una y otra vez para que los barcos que navegan por las aguas tengan una indicación de dirección y un aviso sobre dónde se encuentra tierra para evitar un accidente fruto de una mala visibilidad durante la navegación.

Los faros están ahí, haya o no haya barcos, por si acaso.  Viven cumpliendo su función, que es dar luz.  No esperan nada a cambio.  No hay reconocimientos a su labor abnegada, repetitiva, anónima, invisible para la mayoría…  Pero quien ha perdido el rumbo en alta mar, en medio de una tempestad, sabe que le debe la vida, que su luz le ha mostrado el camino y le ha permitido llegar sano y salvo a su destino.

Todos tenemos nuestros faros, todos los hemos tenido.  Y seguro que, en algún momento, aunque no lo sepamos, hemos sido faro para otros…  No hay vida insignificante, no hay existencia pequeña.  Ser quienes somos y estar en lo que hacemos es luz más que suficiente para que otros encuentren su propio ser y hacer.

Gracias por ser faro, gracias por tu luz…  No te apagues…  ¡Jamás!

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