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Ayer los periódicos se tiñeron de sangre y luto al comunicar que un anciano sacerdote francés _Jacques Hamel- había sido degollado en el interior de la Iglesia de San Esteban, mientras celebraba la Santa Misa.  Un acto inhumano y sacrílego de violencia contra un hombre que, en ese momento, era alter Christus, ipse Christus (otro Cristo, el mismo Cristo), clamando por un mundo de paz y amor.

Estado Islámico reivindicó el atroz asesinato e, inmediatamente, se alzaron miles de voces -de nuevo- contra el Islam y contra las guerras de religión.  Sin embargo, confundir el terrorismo de Estado Islámico con la religiosidad islámica, o la lucha contra sus actos terroristas con una guerra de religiones es una peligrosa simplificación, cuando no un estudiado acto de maldad.

Porque en cuanto está ocurriendo la religión no es el problema, sino la excusa.  Quienes matan en nombre del Profeta no lo hacen por exceso de celo religioso sino por falta de formación y finura espiritual.  Utilizan el nombre de Dios en vano, sus dirigentes manipulan la piedad y el fervor religioso de sus miembros en aras de oscuros fines. Los terroristas forman parte de Estado Islámico como podrían formar parte de cualquier otra agrupación violenta que les ofreciera sentirse parte de algo importante, superior a ellos mismos, cualquier propuesta que les otorgara la justificación necesaria para dar a luz a la bestia negra que todos ocultamos en nuestro interior y que ellos no están dispuestos a dominar sino que optan por alimentarla y hacerla crecer a base de orgías de pólvora y sangre.  Los terroristas de Estado Islámico no son auténticos fieles seguidores del Profeta, son una minoría numérica que -con sus actos- está demoliendo todo aquello que de bueno ha construido el Islam desde que nació, que ha sido mucho.

La religión no es el problema, sino parte de la solución.  Ésta es, al menos, la tesis que comparto con aquellos expertos en la materia que conozco y admiro.  Ellos afirman que la única manera de desactivar esta bomba de relojería que puede estallarnos en las manos es fomentando una auténtica espiritualidad en el corazón de cada una de las religiones: tanto en el Islam, como en el cristianismo, como en el budismo, como en el hinduismo, como en cualquier otra tradición espiritual.  Sólo desde la recuperación del corazón de cada religión será posible el encuentro, la colaboración y la superación de la estrategia que consiste en dividirnos por creencias, demonizando al que piensa distinto, para fomentar lo que quieren convertir en un inevitable choque de civilizaciones.

Por eso me duele cuando cristianos bienintencionados y dolidos por lo ocurrido claman contra el Islam y no contra los terroristas, cuando católicos indignados se dejan llevar por la ira y exigen respuestas violentas y contundentes que no afectan sólo a la minoría terrorista sino a la totalidad de los seguidores del Profeta.  Es natural que se sientan arder la sangre en sus venas, nos sucede a todos, pero en su instintiva y poco meditada respuesta le están haciendo el juego a quienes idearon la estrategia del terrorismo islamista, sean éstos quienes sean.  Su objetivo es que identifiquemos a los musulmanes con los terroristas y al Islam con un llamamiento a la violencia.  No caigamos en su trampa.

Jacques Hamel era un sacerdote católico, un servidor de la Paz y del Amor que proclamó Cristo.  Un nuevo cordero degollado, sacrificado por la maldad y la ceguera de los hombres.  Un nuevo Cristo en su cruz.  Un mártir del siglo XXI.  Un testigo que murió por tener una fe que une en lugar de separar, que perdona y que comprende.  Una fe que nos exige partirnos el alma y no la cara, que nos pide oración, fraternidad y entrega a los demás.  Nos lo ha recordado el Santo Padre, así nos lo ha suplicado desde el más profundo dolor y horror.

Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen, clamó el Crucificado.  Ése mismo debe ser el grito de su Iglesia.

Roguemos a Dios -cada uno al suyo- por el alma de Jacques Hamel, por la de sus asesinos, y por la de todos nosotros.  Para que seamos capaces de convertirnos en las manos y el rostro de Dios en este mundo, y no en instrumentos de confrontación y destrucción.

No lo olvidemos: Allāhu akbar, Deus semper maior. Dios es siempre mayor de lo que podamos imaginar y, por eso mismo, todavía nos queda mucho camino -un camino infinito- para asemejarnos a él.  Que los creyentes no nos perdamos -ni Le perdamos- en esta travesía.

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