estudio meditacion docencia

Venimos definiendo las humanidades, si bien indirectamente, como proyecto pedagógico en su sentido etimológico.  Esto es, como el método de desarrollo del potencial humano que consiste en la conducción del niño a la madurez, en el acompañamiento desde la ignorancia hasta la sabiduría, de la potencia al acto, desde la semilla encerrada en sí misma hasta el estado de máximo esplendor del brote.  Y todo ello, a través de la educación integral del ser humano (cuerpo, alma y espíritu) que los griegos denominaron paideia.

Aunque ya hemos expuesto cuáles son las principales características y metodologías propias de este modo pedagógico de entender las humanitates; aunque ya hemos tratado sobre la visión sintético-interdisciplinar, sobre el comparatismo intercultural y sobre la hermenéutica simbólica; aunque ya hemos introducido la noción de símbolo y la necesidad de recurrir tanto a la ratio como al intellectus para proceder a su interpretación (entendida ésta en el sentido en que interpreta un actor, esto es, haciendo suyo el símbolo y descubriéndolo en su interior); aunque ya disponemos de elementos suficientes para tener una visión de conjunto sobre la propuesta humanística de José Olives, considero que puede resultar muy útil explicitar la distinción existente no sólo entre los órganos gnoseológicos implicados en esta hermenéutica simbólica sino entre las acciones cognoscitivas que desarrolla cada uno de ellos.

Por este motivo (y siguiendo a nuestro autor), he clasificado las acciones que constituyen el proceso pedagógico en tres grandes fases que, una vez más, se reclaman mutuamente: estudio, meditación y docencia.

El estudio hace referencia al conocimiento sensitivo o racional, a lo que percibimos mediante nuestros sentidos o a través del ejercicio lógico-discursivo de la ratio.  Como ya hemos comentado en otras ocasiones, el estudio tiene como objeto de conocimiento algo distinto del sujeto cognoscente, algo que está fuera, separado, disociado de quien conoce.

Olives nos introduce en la segunda fase cuando nos indica que la hermenéutica espiritual o simbólica exige complementar el estudio con la meditación.  Y aclara: “los conocimientos sobre el hombre y el mundo (el micro y el macrocosmos) que se comprenden racionalmente, deben pasar siempre por la criba del autoconocimiento”[1].  En otro lugar, identifica la meditación con la escolástica contemplación[2] y, también,  con lo que Nietszche –al final del prólogo a su Genealogía de la Moral- denomina «rumiación»[3].

Se trata, en mi opinión, de una acertada elección de términos (tomados de otros autores) que nos ofrecen las claves interpretativas necesarias para comprender adecuadamente lo que Olives pretende transmitir, evitándonos así caer “en las ideas vulgares de la misma” contra las que nos previene[4].

Respecto a su relación con la contemplación, podemos acudir directamente al Aquinate para sintetizar en una sentencia (“la contemplación pertenece a la simple intuición de la verdad”[5]) aquello que Olives expresa –de modo más extenso- en un lenguaje que, en mi opinión, resulta más cercano y actual: “[la meditación] no es un tipo de reflexión que se haga manejando conceptos, imágenes o sensaciones.  No es discursiva.  No se entretiene con los contenidos de la mente: los deja correr.  Más que observar los pensamientos y los sucesos que continuamente están ocurriendo, lo que hace es darse cuenta directamente de la conciencia que todo lo contiene.  Ese tipo de práctica consciente se realiza con una facultad casi olvidada que es el verdadero entendimiento o intelecto. (…)  Frente a las formas corrientes de trabajo mental, que comportan el trabajo con ideas y la acumulación de conocimientos, la meditación, realizada con un «intelecto vacío», es la que nos permite empezar a descubrir algo nuevo de nosotros mismos y establecer contacto con la misteriosa esencia”[6].  Profundizando más en este sentido, añade en una nota a pie de página que, en el contexto religioso, la contemplación es entendida como una forma superior de oración en la que el intelecto entra en contacto directo con Dios, trasciende toda dualidad y conoce empáticamente, amorosamente[7].

Con respecto a la rumiación nietzschiana, la primera acepción del Diccionario de la Real Academia Española a este término dice así: “del latín rumigare, [significa] masticar por segunda vez, volviéndolo a la boca, el alimento que ya estuvo en el depósito que a este efecto tienen algunos animales”.  Encuentro que se trata de una ilustrativa imagen que nos aleja de la instrumentalización pragmática del conocimiento:  partimos de la intuición de una verdad, la analizamos o masticamos racionalmente, volvemos a contemplarla con el intellectus, interiorizándola, descubriendo sus implicaciones en nuestra persona, para luego volver a racionalizar lo que hemos descubierto y discurrir en torno a ello y sus consecuencias…  Y vuelta a empezar…  Sólo valorando y cultivando esta modalidad clásico-tradicional de ignorancia podremos conseguir el estado mental vacío y desprejuiciado que es la atención despierta que permite extraer todo el “alimento” a lo que se está estudiando, de modo que nos transforme.  En esto consiste la meditación que nos propone Olives como el método adecuado –y complementario al estudio- para conocer adecuadamente un mundo y una naturaleza que son demasiado complejos para el método racional[8].

Sólo después de la meditación, de la interpretación e identificación propias de la contemplación, cabe transmitir ese conocimiento[9] que se percibe como tan noble e inesperado que llama a ser compartido[10].  Nos encontramos en la tercera fase del proyecto pedagógico que habíamos enunciado: la docencia.  Ésta consiste en un dar algo que es –en cierto modo- propio, y que se transmite de un modo gratuito y nuevo[11], siguiendo la dinámica propia de las tres gracias y conforme a la senequiana teoría de los beneficios.  Esto es, entendiendo el conocimiento como don, y descubriendo en la enseñanza un eficaz medio de aprendizaje[12].

El por qué de la docencia (su motivación) encuentra su explicación, también, en el platónico mito de la caverna del que ya hemos tratado anteriormente.  Habíamos narrado la alegoría hasta el punto en que el cautivo es liberado y, volviendo la cabeza, descubre el fuego y las figuras que dan lugar a las sombras.  Debemos recordar que el dolor en sus sensibles ojos, acostumbrados a la oscuridad, le dificultan la visión pero que gradualmente descubre un mundo nuevo en el que existen hombres, estrellas, la luna y el sol…  Un cosmos maravilloso que jamás habría imaginado. Y, “al recordar él su primera morada y lo que allí había y a los compañeros de cautividad, ¿no crees que él se felicitaría del cambio y se compadecería de ellos?”[13].

Es esta compasión, este deseo de compartir el tesoro que ha hallado, lo que le mueve a tratar de transmitir lo que ha visto a quienes siguen en la oscuridad.  Pero es importante destacar que lo que les comunica es la descripción o narración de su personal experiencia de ese mundo maravilloso, no la experiencia en sí.  Relata, con su propio lenguaje (que, según nuestro autor, debe ser llano y adecuado a sus oyentes), su particular vivencia del nuevo mundo que se ha abierto ante sus ojos.  Y lo debe hacer con la mayor sencillez y claridad de que sea capaz, para tratar de llegar al mayor número de oyentes y moverlos a actuar…  Por su propio bien.

La docencia, en este sentido, trata de motivar a quien la recibe para que emprenda por sí mismo el camino que le conduzca a salir de la caverna, a liberarse de las cadenas y grilletes que le mantienen atado a un teatro de sombras.  Pero el conocimiento de ese mundo sólo puede realizarlo uno mismo, nadie puede andar ese camino por otro. 

Al mismo tiempo, la docencia implica –para quien la imparte- un esfuerzo, en muchos casos, de sistematización o racionalización y, en otros, de verbalización de una experiencia personal para la que, en muchas ocasiones, no existen palabras adecuadas.  Por ello, en la transmisión de ciertos asuntos –de los más importantes- suele recurrirse a símbolos o analogías sin caer en la cuenta, en muchas ocasiones, de que la mera búsqueda y meditación en torno a ellos tiene  ya un efecto transformador, de perfeccionamiento a través del conocimiento, la cultura y el refinamiento de las formas de pensar y sentir[14].  Así, si bien es cierto que el aprendizaje conlleva la necesidad de enseñar para compartir lo descubierto, no es menos cierto que la docencia también implica un cierto aprendizaje que retroalimenta al maestro con sus aportaciones.

En el ámbito humanístico, esta relación entre educación y aprendizaje es todavía más estrecha ya que la formación del carácter es la razón de ser de las propias humanidades, su causa final.[15]  Olives completa esta reflexión con una rotunda frase que no deja lugar a dudas: “las humanidades son una investigación de la naturaleza humana en aras de saberla reconocer y ayudar a desarrollarla.  Constituyen ante todo un proyecto pedagógico. (…)  [Por tanto, deben considerarse] docencia e investigación como dos aspectos inseparables de una misma cosa: la persona humana, su descubrimiento, su posible desarrollo”[16].

En eso estamos, sobre eso tratamos cada día…  Desde distintos prismas, a partir de distintas materias, pero poniendo siempre en el centro el desarrollo de nuestra naturaleza, nuestro perfeccionamiento, la trascendencia de nuestras limitaciones, la asunción de nuestra misión y nuestro lugar en el universo.


[1] Olives:2006-II, 120

[2] Cfr. Olives:2006-II, 122

[3] Cfr. Olives:2006-II, 130

[4] Cfr. Olives:LD, 28

[5] Aquino:ST, c. 180 a. 3

[6] Olives:LD, 28-29

[7] Cfr. Olives:LD, 29

[8] Cfr. Olives:2000, 11

[9] Cfr. Olives:2006-II, 121

[10] Cfr. Olives:2006, 417

[11] Cfr. Olives:2006-II, 121

[12] Cfr. Olives:2006-II, 64

[13] Platón:Rep, 516c

[14] Cfr. Olives:2006-II,  63

[15] Cfr. Olives:2006-II,  64

[16] Olives:2006-II,  64

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